La historia es así: hace dos semanas, el FBI capturó a un hombre de ascendencia rumana afuera de un Starbucks en El Segundo, California. El hombre iba acompañado de otro que, en un auto viejo, escondía una pistola Magnum.
Hasta aquí, el relato parece el típico de la nota roja. Compliquémoslo.
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El hombre respondía al nombre de Teofil Brank, quien en realidad era conocido por su nombre de batalla… sexual: Jarec Wentworth.
Brank era un actor de la industria pornográfica norteamericana, la misma que ha sufrido un declive en el número de consumidores gracias a la piratería y a los servicios gratuitos de sexo en línea.
Esto ha hecho que los actores y actrices sexuales deban buscar otro tipo de salidas para subsanar los costos de una vida con excesos o sobregirada.
Apariciones personales, actos de sexo en vivo, fiestas y servicios de acompañamiento o prostitución son salidas ante la crisis de un sector del entretenimiento golpeado por la gratuidad.
En el caso de Brank, fue un poco más complejo.
El actor fue contactado por un millonario del que hoy se sabe el nombre: Donald Burns, inversionista en tecnología y donante a campañas de connotados miembros del partido republicano.
Burns habría usado a Brank para fiestas de sexo y, también, para contactar otros actores porno para encuentros ocasionales.
El hecho es que el millonario comenzó a ser extorsionado -según el caso que se dirime en la corte- por el actor. Primero, con la petición de 500 mil dólares y un auto de lujo. Después, con una cantidad mayor y un condominio bien ubicado.
De no acceder a las peticiones de la estrella porno, este daría a conocer documentos comprometedores del inversionista vía sus redes sociales. Sí, el Nuremberg virtual a juzgar la conducta de un donante republicano, no la ley.
La explicación es sencilla: toda la conducta de ambos podría costarles -tanto al actor como a Burns- una estadía larga en prisión. Si sólo fuera a través de Twitter, el descrédito sería la peor celda para el extorsionado.
Al final, el peor de los escenarios para ambos. Uno, en la cárcel acusando al adinerado de violación; el otro, con su identidad y contactos expuestos a la luz de todos a través de las redes sociales… y de la media tradicional.
Y todo, para el regocijo de ese mar de morbo llamado Twitter.
Todo un caso de estudio de la mano del último libro de Jon Ronson, SO YOU’VE BEEN PUBLICLY SHAMED.
Lectura indispensable para el escarnio público.
(Gonzalo Oliveros)