Nada heroico, tropecé con un mueble y estrellé la ceja contra el borde superior de una silla metálica, pero la sangre que brota de la cabeza suele ser muy escandalosa. Antes de que comenzara a dolerme la herida, los enfermeros del Pabellón me condujeron a la sala de urgencias. El Doctor H temió algo más serio y pidió que ahí me tuvieran 24 horas en observación.
Sus familias acamparon en la sala de espera; gente toda humilde y desesperada por averiguar sobre el estado de salud de sus parientes. Hijos y esposas obsesionados también por recolectar el equipo de policía. Cada familia hizo su propio montoncito: casco, escudo, tolete, chaleco, pantalones y camisa. Nada debía faltar. Me contó un hombre de nariz rota que si se pierde el equipo cada granadero debe pagarlo de su bolsa.
El mismo médico que me cosió la ceja fue quien comunicó a mi vecino que había sido programado para una cirugía porque su tabique nasal estaba hecho polvo. ¡Pobre hombre! Su rostro no volverá a ser el de antes.
Yo fui el único civil en urgencias; todos los demás pacientes eran granaderos de oficio y la inmensa mayoría, según averigüé, nacieron en Chiapas, Oaxaca o Guerrero.
El ambiente en el hospital fue denso durante buena parte de la noche. Una espesa nube de oscuro enojo podía sentirse sobre cada cama. Aquellos hombres traían marcado el rostro con la saña de otros hombres: mandíbulas partidas, brazos quebrados, piernas fracturadas, ropa manchada por la sangre.
Ellos son la otra cara de la violencia, una que pocas veces se hace pública y casi nunca despierta simpatías. Nadie se merece ser tratado así y sin embargo ellos serán siempre los malos de la película. El puente más angosto entre una autoridad que da ordenes y una población que ha perdido la capacidad para exigir por medios razonables.
Son víctima por partida doble: despreciados por la sociedad y también por sus superiores, y sin embargo condenados a abrazar su empleo porque no hay de otra.
Doloridos como estaban y todavía con la adrenalina palpitando con intensidad dentro de sus venas, no era momento aquél para socializar. Sin embargo, hacia la media noche, cuando los humores del piso de urgencias comenzaron a normalizarse y los analgésicos obraron milagros, a uno de los pacientes le dio por la conversación.
Se quejó de los agresores que arrojaron piedras, palos y otros proyectiles improvisados en contra suya y de sus compañeros: “Cada día se ponen más agresivos,” me aseguró. “Nos odian como si fuéramos lo peor … Nos desprecian. Para ellos no somos seres humanos…”
La indignación, el dolor de tres costillas rotas y de un codo dislocado lo hicieron callar. Es una contradicción para los sentidos que un granadero sufra. En ese momento me habría gustado ahorrarle a aquel hombre ese dolor tan ocioso.
Después de un rato se quedó dormido. Media hora más tarde otro inquilino llegó a la habitación: un paciente con la nariz ya reconstruida. La luz apenas si dejó entrever los ojos amoratados y las vendas amarillentas puestas sobre un rostro que había experimentado dos agresiones en un mismo día: la primera en la Plaza de la Constitución y la segunda en el quirófano.
¿Por qué tanta brutalidad? No hay persona que lo merezca y sin embargo estos son tiempos en que el miedo se nos ha vuelto principal: miedo a la autoridad y a los manifestantes, miedo de la policía y de los estudiantes, miedo de los que marchan y también a los indiferentes, miedo del abuso y también a la sumisión, miedo del silencio y también hacia el que habla, miedo hacia el de arriba y también hacia los de abajo. Miedo que es siempre la antesala de la violencia.
Ahí recostados los tres, fue evidente cuán inofensivos somos los seres humanos y sin embargo cuanta aflicción nos imponemos por nuestra ciega estupidez.