“Velorios personalizados”, por Guadalupe Nettel

Cuando se habla de la muerte, he escuchado a varios amigos advertir acerca del lugar donde quieren ser enterrados o depositados en cenizas (aunque yo creo que si uno se hace incinerar es para darle a otro el placer de esparcir o soplar sobre nuestros restos). Hay quienes dejan disposiciones complicadísimas y otros que, por el contrario, piden que no haya alrededor de su muerte ninguna parafernalia. Sin embargo, muy poca es la gente que se pronuncia acerca de su velorio. Dentro de los eventos sociales que uno puede organizar, los velorios son sin duda los menos entusiasmantes.

Pocas veces en mi vida he tenido el extraño privilegio de asistir a velorios realmente inspiradores donde prevaleciera, sobre todas las cosas, la calidez humana.

¿En qué consistió la diferencia? Para empezar se llevaron a cabo dentro de una casa, algo cada vez menos frecuente en nuestras sociedades. El primero fue el del abuelo de una de mis mejores amigas. Había pedido una reunión de poca gente, sólo familia y amistades cercanas, lo cual estableció un clima de intimidad considerable. Pocos días antes de morir, Raymond dictó el menú y ordenó que se encendieran velas por toda la casa. Estuvimos ahí durante horas, sin sentir el paso del tiempo, acompañándonos, reconfortándonos unos a otros, no sólo de la pérdida de alguien tan querido, sino de nuestra condición humana. Miramos con detenimiento los álbumes de fotografías que daban testimonio de diferentes décadas y escuchamos la música que correspondía a cada una de ellas.

Otro velorio entrañable fue el del padre de S. Éste, a diferencia del primero, estuvo muy concurrido. Como solía ocurrir en esa casa, hubo mezcal y comida deliciosa. Dos bandas de músicos tocaron sones huastecos o veracruzanos. Nadie se vistió de luto para esa suerte de fiesta de pueblo, muy afín a los gustos del hombre cuya existencia celebrábamos. También el ataúd estuvo decorado de forma original: cubierto de telares indígenas y otros objetos simbólicos.

Mientras estaba ahí, pensé en la infinidad de velorios grises a los que he asistido. Los velatorios son lugares impersonales por excelencia y, por muchas ganas que le pongan los asistentes, siempre resultan fríos y desangelados. No propician que la gente exprese sus emociones y mucho menos permite momentos de catarsis.

Son tan complicados los días que siguen a la muerte de un familiar y tantas las cosas por resolver que dejamos en manos de desconocidos sin imaginación la tarea de este importante convivio.

Se necesita un plan orquestado con cuidado y anticipación y creo que en realidad nos correspondería a nosotros mismos trazarlo. Decidir qué ropa queremos usar, qué ambiente tener a nuestro alrededor, con qué música deleitar a nuestros amigos, procurando que los demás disfruten nuestro velorio.

Finalmente, si van es por cariño y consideración a nosotros, aunque sea verdad (¿quién puede decirlo?) que ya no sentimos nada.

Sin embargo, para llegar ahí, habrá que cambiar primero ese pésimo hábito cultural que nos impide pensar en nuestra propia muerte y tomarla como un evento biológico previsible, semejante al cambio de voz en los adolescentes o a la aparición de la regla en las niñas.

Estoy convencida de que esa actitud desencadenaría muchos cambios positivos. No por nada, los filósofos de todos los tiempos y todas las latitudes insisten en recordarnos nuestra naturaleza volátil y polvorienta.

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(GUADALUPE NETTEL / [email protected])