Veo gente muerta a mi alrededor y no entiendo qué pasa. Paso por cafés, y encuentro meseros, anfitriones, clientes y cocineros con el mismo look de catrina con ojo de panda. En el parque también topo con sus congéneres.
Veo gente muerta. Llevo cuatro días viéndolos. Primero eran zombis sacados de películas de terror; los últimos son esqueletos rodeados de flores amarillas, veladoras y panes artesanales. Entre ellos distinguí un nuevo personaje de moda: El de Robocop; encontré uno en cada esquina.
Cuando estaba a punto de felicitarlos por su original disfraz una vecina me previno: son policías reales.
¿Policías? Estuve dos semanas fuera de casa y a mi regreso encontré una colonia distinta.
“Están asaltando de mínimo con pistola”, me contó la dueña de la cafetería donde desayuno los domingos. Para ella los asaltos no son novedad. Dos años atrás escuchó el inconfundible grito: “¡Esto es un asalto, dejen todo sobre las mesas, métanse al baño sin escándalo!”, seguido por el corte de cartucho. Todavía hoy hace cálculos mentales para entender cómo en ese cuadro tamaño clóset cupieron 14 personas. Aunque del susto seguro a varios se les salió el alma.
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Me fui dos semanas y se desamarró la violencia. O, al menos, se hizo notoria. En España, me enteré de que a una cuadra de mi casa un grupo de empistolados sometió a 25 clientes en el que fue mi restaurante favorito, ése que yo descubrí antes de que la banda Radiohead lo visitó y lo convirtió en lugar de culto, justo cuando mi barrio iba en camino a convertirse en sitio de moda.
Esa semana tocó turno a otro bar que no conozco. También lo leí en la prensa. Por la vecina me enteré de que otro restorante en plena avenida, del que pocos recuerdan el nombre porque está recién inaugurado, fue “visitado” la semana pasada. Esa fue su bienvenida al corredor Roma-Condesa.
El tufo de la descomposición ya se olía en el ambiente. Hace un par de meses mi vecino el florero me sacó de una duda: la multitud aglomerada afuera del patio que ofrece carnes a la parrilla no hacía fila de espera, observaba el cadáver de la mujer que manejaba la caja.
Hasta entonces el único temor vecinal era toparse, de camino al parque, al ladrón solitario que despojaba a sus víctimas de dinero y de las ganas de convertirse en atletas.
Antes de salir de viaje había leído un reporte que indicaba que la violencia en el DF aumentó 21% durante los primeros ocho meses de 2015 y la tasa de homicidios ahora es la más alta desde 1998. Dimensioné las cifras cuando, mientras mataba el tiempo en algún aeropuerto, vi en internet un cadáver colgado de un puente en Iztapalapa (dos días después aparecería un “entambado”). Cuando busqué más información encontré que el verdadero escándalo en las redes sociales era la existencia de un envenenador de perros cerca de mi casa. Así es la ecuación: perros de la Roma-Condesa matan asesinatos en Iztapalapa y degolladoras de Chimalhuacán. Lo que no ocurre en la periferia sí existe.
Los asaltos en la “zona nice” de la ciudad motivaron el despliegue de Robocops en cada esquina. No me convencen. Yo sigo viendo gente muerta. Pero esa parece que no importa o que otros no ven.