Verdad oficial

 

La verdad oficial” tendría que ser la versión que una autoridad, conforme a un esmerado registro de hechos y considerando intereses estratégicos para el bien común, da a conocer a su sociedad. En México, el término “verdad oficial” ha quedado despojado de sentido alguno.

Luego del informe presentado por el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) acerca de la ejecución y desaparición de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa, se ha puesto en evidencia el uso faccioso de la verdad oficial por parte del Estado en uno de los crímenes más atroces que han existido en lo que va de este siglo.

Debería estar claro ahora que “la verdad oficial” es un dispositivo narrativo mediante el que el Estado y sus grupos de poder, de acuerdo con sus intereses, encubren o exageran la realidad, no sólo frente a acontecimientos graves donde hay redes gubernamentales implicadas como en Ayotzinapa, sino también en la cotidianidad, a través de un aparato de comunicación social que tiene como misión generar todos los días propaganda en lugar de información.

La situación no es inédita. George Orwell, analizando el holocausto, describió cómo las palabras habían perdido su significado humano luego de estar sometidas a la presión de la bestialidad política y la mentira nazi. La paradoja del caso de Ayotzinapa es que la pérdida del significado del término “verdad oficial” ocurre en un régimen supuestamente democrático y no en un estado totalitario como el que instaló Hitler en aquella Alemania.

Gracias al trabajo del GIEI, sabemos que el Estado mexicano engañó no sólo a los familiares de las víctimas, sino a la sociedad entera. “La verdad oficial” que inventó y esparció fue lo que malnutrió debates ríspidos, notas periodísticas, libros y actos públicos sobre Ayotzinapa que ahora quedan en entredicho.

Esta gran mentira ha sido descubierta por el GIEI, pero todos los días, la fábrica de verdades oficiales trabaja a marchas forzadas en nuestro país para encubrir desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, crímenes de lesa humanidad, saqueo institucional y una enorme ineficiencia política. Así es como hemos llegado a un punto en el que nuestro idioma se ha distorsionado y, aunque de sus abismos surjan palabras como Tlatlaya, Allende, Tanhuato, Apatzingán o Ayotzinapa, lo que nosotros terminamos escuchando como “verdad oficial”, ya sea en un Informe presidencial o en cualquier boletín de prensa, es Respeto a los Derechos Humanos, Justicia y Fuerte Estado de Derecho.

A la lista de cientos de miles de víctimas que ha generado este periodo de terror en México, hay que agregar al lenguaje. Nuestro lenguaje también está siendo torturado por la oscuridad del momento. Hay que salvarlo.