Hay metros que huelen más que otros. En el DF, y creo que por fortuna, el metro estimula poco el olfato a comparación de otros que he conocido. En cambio, el metro de París, inaugurado en 1900, no es sólo el más antiguo del mundo, sino probablemente el más oloroso. Trasladarse de un lado a otro en los subterráneos de esa ciudad constituye una buena manera de conocer a sus habitantes. El subterráneo recorre toda la capital francesa, así como sus suburbios y los pueblos aledaños. Cada estación tiene un carácter peculiar, una personalidad y un aroma. No creo, por ejemplo, que haya ningún viajero que no haya sido tentado por el olor que expide la panadería ubicada en la estación de République, sobre el cruce de pasillos donde confluyen la mayoría de las líneas.
Es común ver a los transeúntes desviar su apurada carrera hacia el trabajo para adquirir un croissant o un pain au chocolat y comerlo después, una vez instalados dentro de los vagones. En esa misma estación, no muy lejos de la panadería, hay un puesto de frutas tropicales particularmente aromáticas: el perfume del maracuyá, del mango y del lichy evoca, en pleno centro de París, a países como Vietnam, Brasil o Colombia de donde proceden muchos de los pasajeros que transitan por la línea 3 (Gambetta-Pont de Levallois) o la línea 11 que se detiene en Belleville, el mayor centro de restaurantes asiáticos –algunos muy recomendables.
Hay estaciones que aún conservan su carácter de principios del siglo XX, como La Motte Piquet-Grenelle con una arquitectura laberíntica y unos corredores abiertos por donde circula muy bien el aire. En otras, como Bibliothèque François Miterrand, la proximidad del Sena aporta los efluvios del río, su olor a musgo y a agua estancada.
Sin embargo, lo que uno recuerda con mayor fuerza es el tufo humano –una mezcla de ajo y queso camembert- que se percibe por las tardes, cuando los parisinos, después de una larga jornada de trabajo, vuelven a sus casas exhaustos. Si para llegar a su destino, uno debe desplazarse por la línea 2, la que va desde la Porte Dauphine hasta Nation, el olor a sudor descrito más arriba se verá combinado con una serie de aromas exóticos como comino, cardamomo y harissa, aportación de los numerosos africanos y paquistaníes que suelen viajar por ahí. En cambio, si uno sube a la línea 14, la que va desde Plaza de la Madelaine hasta Châtelet, probablemente no resentirá tanto el golpe olfativo. Esta línea que circula por los lugares más elegantes y asépticos de la ciudad, es nueva y cuenta con un sistema de ventilación muy eficaz.
Además sus usuarios, generalmente oficinistas, burócratas o secretarias suelen ir bien vestidos y usar desodorante. Es mucho más recomendable el viaje vespertino por esa línea que el matutino ya que en las mañanas todas esas fragancias, recién rociadas, son demasiado fuertes y se mezclan entre sí. Otras líneas recomendables para evitar los malos olores son la 8 y la 13. Los olores subterráneos de París no pasan siempre por el filtro de la transpiración y el contacto con la piel. El RER por ejemplo, el tren interurbano que conecta la ciudad con los suburbios, tiene un carácter muy distinto: a veces uno alcanza a percibir en él los olores de la campiña francesa, los bosques, la paja y los animales. Aromas, por lo demás, muy desconcertantes cuando se está en medio de la ciudad y que recuerdan que, hace no mucho tiempo, en París había caballos y algunas carretas. Algunos escritores, como el argentino Julio Cortázar, situaron sus historias en el metro de esa ciudad, un universo tan fascinante.
(Guadalupe Nettel / [email protected])