Viernes por la noche. Una plaza comercial, a una cuadra de Insurgentes, entre dos de las colonias más opulentas de la ciudad de México. Mi amigo Arnulfo y tres compañeros suyos de trabajo se sacuden la semana laboral en un restaurante. Arnulfo nunca ha sido un hombre de límites claros y la sobremesa se prolonga hasta que el restaurante aproxima la hora de cerrar. Quedan sólo dos mesas. La de Arnulfo y otra más con tres hombres: uno alto, fortísimo, pelado de los lados, con mocasines negros y camisa blanca tornasol. Otros dos menos imponentes físicamente escoltan al que claramente es el líder de la grey.
Mi amigo y sus colegas intentan pedir una última ronda y los meseros se la niegan, “Ya vamos a cerrar”. El hombre alto y fornido de la única otra mesa habitada, se pone de pie y de manera vociferante espeta “Vas a cerrar una pura chingada. A ver, tráeme una botella de Matusalén y lo que quieran aquí mis amigos, mis compadres”. “Me cayeron a toda madres ustedes –se dirige hacia Arnulfo y compañía– hoy se van a empedar conmigo”. Esa prepotencia, advierte Arnulfo, sólo puede provenir o de un oligarca o de un narcotraficante, las dos especies más peligrosas del país. Sin embargo los modales norteños lo hicieron, siguiendo los estereotipos que conservamos de la vieja estampa del narco, pensar en lo segundo. No tardaría el mismo hombre en confirmarlo.
Los meseros entre confundidos y atemorizados intentan ponerse un poco firmes: “Lo siento señor pero ya cerramos la barra”. “No entiendes lo que te estoy diciendo verda’ cabrón. Aquí mando yo”, levanta enérgico la voz el hombre de blanco al tiempo que saca de su bolsillo un fajo de billetes de doscientos pesos. “Soy narco, ¡¿tienes algún pedo?! Trae la botella y lo que quieran aquí mis amigos”. El mesero entiende la situación en la que se encuentra y se presta a obedecer. Ahora los tres hombres han ocupado la mesa de Arnulfo y comienza un proceso de intimidación severa que incluye, por ejemplo, que a uno de sus compañeros le quiten los lentes de la cara y los arrojen al suelo varias veces. “Me cayeron a toda madre y hoy nos vamos a empedar juntos. A ver tú –señala al tercer colega–, tú vas a coordinar a las putas. Yo traigo el perico. Y tú –señala a Arnulfo– tú me caíste a toda madre. ¿Qué quieres? Pídeme lo que quieras. Es más toma, toma”, le dice mientras le arroja un fajo de dinero. Pasa el tiempo y unos tragos después Arnulfo y sus colegas logran aprovechar un momento de confusión para huir del lugar.
Cualquier tipo de estrategia reparadora, ya sea la recuperación de una adicción, arreglar un problema financiero, personal, conyugal, amistoso, político o social, pasa, irremediablemente, por el puntual, honesto y contundente reconocimiento del problema que se tiene enfrente. Las autoridades del Distrito Federal insisten en ocultar lo que para cualquier habitante de la ciudad es un hecho consumado: el crimen organizado está absolutamente presente en la capital.
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