Dejar la vida de oficina y pasar a engrosar las filas de los amos de casa no es una tarea sencilla, contra lo que pudiera pensarse. Cuando efectué la transición creí que me esperaban jornadas de apacible siesta, contemplación, lectura y pornografía. Pero no; en vez de eso, he tenido que lidiar, por primera vez en mi vida adulta, con la ingente labor de cocinar tres veces al día y comprar las avituallas faltantes, por no hablar de barrer, trapear y sacudir el polvo en un departamento que parece invitar a la suciedad a acumularse.
Editar libros (lo que hacía hasta hace poco) e incluso escribirlos tiene la ventaja de que uno parece ganarle terreno al caos: erratas que antes existían de pronto desaparecen y no se vuelve a saber de ellas; nuevas historias surgen en la página para articular el desmadre que traemos dentro y un buen día se le pone un punto final al asunto. Ser amo de casa, en cambio, implica asumir de entrada la absoluta fragilidad de los trabajos humanos, el carácter efímero de cualquier logro: lo que cocinas se digiere (con los consabidos resultados), lo que limpias se ensucia al día siguiente, lo que arreglas se descompone. El puro reino de Sísifo. Es como si, cuando era editor, las erratas se hubiesen regenerado durante la noche; como si mi vida hubiese consistido en despertar cada mañana con la tarea de escribir otra vez el mismo texto de contraportada.
Por eso, me parece, ser amo de casa es ante todo entrenarse en la resignación, y por lo tanto en la humildad. El gesto repetido de trapear el piso para que vuelva a ensuciarse tiene en sí mismo un carácter ascético, monacal. A Daniel San lo ponía Miyagi a encerar y pulir un coche —labor esencialmente estúpida— para enseñarle a dominar su ira; yo estoy seguro de que no he llegado a tanto, pues mi rutina se compone de una sucesión de gritos dirigidos alternadamente al destino y al escurridor de platos, pero lo cierto es que mi paciencia va poco a poco ampliando sus fronteras a fuerza de talacha.
Los minutos pasan distinto según lo que uno hace, como todo el mundo sabe. Para mí, son un poco más lentos cuando espero a que se descongele alguna vianda, y mucho más veloces cuando puedo leer durante la media hora que dura el ciclo de lavado. Pero en cualquier caso es lento el tiempo laboral, en comparación con el del ocio, y cuando se es amo de casa casi todo el tiempo es laboral de una manera u otra.
De momento son muy poco presumibles mis logros como amo de casa, salvo algún platillo excepcional que el vetusto horno me haya permitido. Los resultados del trabajo doméstico se dan por supuestos siempre. Dependiente como soy de la aprobación de mis allegados, esta circunstancia me conflictúa; ¿deben aplaudirme porque se puede ver con nitidez a través de una ventana, cuando las ventanas están hechas específicamente para eso? El territorio de la obviedad y la tautología es algo así como mi nueva oficina. Limpiar es como esculpir algo que ya existía: liberar la cosa que yace debajo de la pinche mugre.