Gorro verde olivo militar, ojos incrustados en la joven turista y una breve pero alerta frase antiespías yanquis: “¿De paseo en Cuba?”. Mi madre asintió junto a sus hijos -mi hermano que era un bebé y yo- e hizo una solicitud cortés al agente migratorio del aeropuerto de La Habana: “Visa volante, por favor”.
El oficial tomó un papelito con el escudo de Cuba y mediante la más alta tecnología (una engrapadora que encajaba el papel al pasaporte) dejó lista la “visa volante”.
Así era como el gobierno cubano libraba de “pecados” al turista. Cuando éste quisiera viajar a EU le bastaba arrancar ese papel para ocultar al gobierno de Reagan que a) era comunista o b) cometió el execrable acto de vacacionar (y dejar sus dólares) en un país comunista aunque no tuviera ni idea quién era Marx, las dos perfectas razones para impedirle el ingreso.
Cuba era “communism”, “communism” era demonio y el endemoniado communist tourist que traspasaba territorio estadounidense por gracia de su “visa volante” podía sentirse autor de quién sabe qué crimen ante la inquisidora mirada de la CIA, centinela del bloqueo que, juraba EU, ahogaría al régimen caribeño.
A su vez, Cuba sabía que si no entregaba esa “visa volante” y, en cambio, sellaba el pasaporte, reducía dramáticamente su turismo y eso, con su comercio internacional bloqueado por los republicanos, era sorrajar un tiro en la garganta socialista. “Está bien, que nadie sepa que viniste a Cuba”, era el resignado mensaje de esa visa.
Pasaportes en mano, mi mamá avanzó con su prole hasta la entrada del aeropuerto donde la esperaba su pareja -papá de su segundo hijo-, un médico que tenía prohibido salir libremente de la isla como todos los cubanos ajenos al poder. No fuera que un revolucionario se enfermara del capitalismo yanqui que infectaba al mundo y huyera.
Antes de fundirse en un abrazo con su hombre, un enjambre de niños cubanos se arremolinó en torno a mi mamá y otros turistas para rogar “¡chicles, chicles!”. Mascar chicles era para Fidel el más ridículo y ocioso acto capitalista del paladar, pero vetarlos oficialmente fue un arma de doble filo: entre muchos cubanos encontrar un chicle era más imperioso que para Indiana Jones hallar el Santo Grial.
Pasaron 53 años de relaciones rotas, decenios de bloqueo y visas volantes, mucho pero mucho tiempo sin los enajenantes chicles ni otras tentaciones capitalistas en Cuba y medio siglo sin que un isleño pueda salir de su país cuando le plazca por el miedo gubernamental de que caiga seducido por las depravadas sirenas capitalistas.
No obstante, ni el socialismo murió pese a las terribles penurias impuestas por EU ni la paz y el sacrosanto libre mercado del planeta fueron amenazados por el comunismo.
Debió llegar un Papa con buena voluntad para poner cordura.
Si existe, Dios perdonó 53 años de vilezas y estéril odio entre nuestros vecinos.