Vivir en las calles

Mi madre se veía hermosa con su vestido verde olivo ese mediodía. Quedó en mi memoria como un relato fotográfico; yo tenía diez años y al mirarla en su oficina del Distrito Federal ordenando papeles y alistándose para salir reconocí el aroma del poder constructivo, quise ser como ella, fuerte, amorosa, inteligente, metida de lleno en el mundo.

Salimos de la oficina y caminamos por Avenida Reforma, allí en la esquina del Cine Diana estaban dos chicos de mi edad, mugrientos, con el pelo apelmazado y la mirada vidriosa. Allí viene la güerita, dijo uno de ellos frente a nosotros como si fuéramos sordas o lejanas. Mi madre se acercó, el que había hablado se llamaba Fidel. Mamá me los presentó como sus amigos; le tomó la cara con cariño y revisó su cuello. Estás muy mal mijito, se van a venir conmigo y te llevaré al doctor, espetó mi madre con una convicción irrefutable. Lo chicos se miraron y se levantaron. El otro, cuyo nombre no recuerdo, guardó una pequeña lata de Resistol 500 bajo su suéter.

Íbamos hacia casa en el Volvo gris de mi madre. Ellos hablaban como si no escucháramos ¿Y qué tal si nos quieren secuestrar estas viejas? Dijo Fidel con un tono de novela policíaca. Yo miraba a mi madre, no me atreví a voltear para ver hacia los chicos. Mi madre comenzó a contarnos historias fantásticas, los tres escuchábamos absortos. Ya en casa ella los llevó al baño, eligió ropa de mis hermanos y tiró a la basura los harapos saturados de pulgas y abandono. Recuerdo el olor punzante del shampoo para piojos y el extraño peine con que mi madre les quitaba los parásitos mientras les preguntaba cosas. Yo estaba sentada a un par de metros de ellos. Redescubrí la pobreza y el abandono junto a una sensación inconfesable del alivio de no ser ellos, esos chicos abandonados por un padre alcohólico y golpeador y una madre esclavizada: dos adultos malquerientes y malqueridos, tal vez producto de una infancia miserable.

Mi madre los llevó al médico, al día siguiente comieron frente a mí como quien sabe que tal vez nunca más volverá a tener un plato lleno de comida suculenta y un vaso de agua de limón azucarada. El chico tenía una tumoración benigna en el cuello, mi madre se encargó de que le operaran, luego buscó un hospicio en la Colonia Escandón donde estarían sanos y salvos. Yo les miraba con asombro, hablábamos de cosas raras, como sus aventuras de contar ratas entrando en las coladeras de Reforma, mi odio a las muñecas de plástico, su deseo de ser futbolistas, mis ganas de convertirme en pintora. Con ellos descubrí que hay niños como adultos fuertes y valientes, capaces de sobrevivir a un país que niega su existencia. Descubrí al culpa social, pregunté a mi padre por qué yo había nacido en esa familia y ellos crecían en la calle junto a las ratas. No recuerdo la respuesta, seguramente me pareció inaceptable.

Meses después volví a acompañar a mi madre a su oficina. Al doblar la esquina allí estaban los dos chicos con el pelo apelmazado y la mirada vidriosa. Mi madre les saludó cariñosa. Yo estaba enojada. Ella les compró comida. Ellos dijeron que el hospicio era horrible, que estaban como presos. Subimos al auto solas. Mi madre explicó que lo que yo sentía se llama frustración ante la injusticia. Tienes que aprender a hacer algo con esa frustración. Si soy sólo una niña, cómo voy a conseguirles una casa, dije casi en berrinche. No necesitan sólo una casa, sino una familia y un país que les cuide, les eduque y les quiera. ¿Y cómo conseguimos ese país? Pregunté sorprendida. Ya lo descubrirás trabajando hasta lograrlo, dijo mi madre.