En septiembre de 2014, cuando el Pacto por México se levantaba como la muestra más importante de la transformación de un país salvado por una administración reformista, la desaparición de los 43 normalistas irrumpió en la frágil realidad mexicana, detonando el otoño temprano del gobierno de Enrique Peña. Desde entonces, como una maldición, Ayotzinapa precipitó el desplome gradual de la calificación y la credibilidad del Presidente.
Desde aquel otoño, el gobierno peñista dio cauce, desde la Procuraduría General de la República dirigida por Jesús Murillo Karam, a una investigación accidentada que derivó en lo que podríamos llamar un primer arco narrativo significativo y determinante: la declaración de una verdad histórica respaldada por un informe, testimonios e imágenes que sacudieron al país como pocas veces había sucedido.
Siempre me he preguntado bajo qué premisas y consideraciones Murillo Karam decidió por su cuenta o aceptó que se le impusiera proclamar esta verdad histórica como una versión absoluta de Ayotzinapa, una especie de biblia que no admitía ningún tipo de cuestionamientos ni objeciones.
Descartando a Manlio Fabio Beltrones y Emilio Gamboa Patrón, el exprocurador, exgobernador de Hidalgo, exdiputado y exsenador Murillo es quizá el más representativo de los hombres que en la década de los ochenta encarnaron a lo que ha recibido el nombre de antiguo régimen priista, una generación de políticos-políticos que persistieron y destacaron en el florecimiento de la tecnocracia surgida en el gobierno de Miguel de la Madrid.
Murillo es un hombre astuto y culto, un político metódico y sin un pasado minado de escándalos, dotado de un carácter y una personalidad que siempre lo distinguieron del típico priista obsecuente y timorato, habituado a seguir como un cordero la línea del partido y del presidente.
LEE LA COLUMNA ANTERIOR DE WILBERT TORRE: PEÑA Y LOS PAPELES DE PANAMÁ
Una anécdota describe el temperamento y la forma de conducirse de Murillo, dentro del sistema.
Unos días después del asesinato de Luis Donaldo Colosio, los gobernadores priístas salieron en un autobús de la casa de Manlio Fabio Beltrones. Se dirigían a Los Pinos, donde los recibió el presidente Carlos Salinas.
En un salón de la residencia, Beltrones mostró a sus colegas un video en el que Colosio hacía comentarios muy elogiosos sobre Ernesto Zedillo, coordinador de su campaña.
Beltrones dijo que era el hombre ideal para relevar a Colosio, pese a que entre los colaboradores del sonorense se sabía que transcurridos dos meses de campaña, el sonorense ya no se expresaba muy bien de Zedillo y su gente.
En el salón se hizo un breve silencio. Los gobernadores asintieron. Respaldaron la propuesta de Beltrones. Todos excepto uno: Jesús Murillo Karam.
–Señor Presidente – le dijo Murillo a Salinas– con todo respeto esta situación merece un ejercicio de reflexión mucho más profundo que esto, antes de alcanzar una decisión tan grave.
Este episodio es útil para revisar en contexto la actuación de Murillo en Ayotzinapa: ¿Cómo fue que Murillo decidió –o aceptó– proclamar la verdad histórica sobre la desaparición de los normalistas? ¿Es lógico que un político con su formación y un abogado con su trayectoria decidiera cerrar con esa declaratoria una investigación repleta de dudas, así como sospechosos e insuficientes elementos de prueba? ¿Murillo tenía el control de la investigación?
Estas preguntas cobran relevancia ante el surgimiento de un segundo arco narrativo esencial en Ayotzinapa, vinculado de manera indiscutible a Tomás Zerón, jefe de la Unidad de Investigación Criminal de la PGR.
La aparición de Zerón en escena es muy significativa porque hasta antes de que sucediera, las conclusiones de la PGR y del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) representaban un duelo de versiones y declaraciones que, en mayor o menor medida, no se respaldaban en pruebas y elementos verificables.
Hasta que Zerón apareció en la investigación hace unos días, ligado a evidencias de tortura de 17 detenidos y una serie de elementos inéditos.
Si se dudaba que la investigación había sido manipulada desde el principio, ahora existen elementos para documentarlo, elementos surgidos de la actuación de Zerón: su declaración –en respuesta a un video presentado por el GIEI– de que el 28 de octubre estuvo en el Río San Juan para realizar una diligencia que no se encuentra en algún expediente de la investigación, y –quizá peor– la presentación de un video con la intención de documentar esa diligencia.
Esas dos circunstancias tienen contra la pared a la PGR, que no tiene manera de refutar que la diligencia aludida por Zerón no forma parte del expediente, mientras que las investigaciones de la institución en los últimos días apuntan a la edición –alteración, intervención, manipulación– del video presentado por el jefe de la Unidad de Investigación Criminal.
Este viernes, el giro en el caso Ayotzinapa a partir del último informe del GIEI había provocado una crisis en Los Pinos, donde el presidente Peña enfrenta un grave dilema: ordenar a la PGR reconocer la manipulación de pruebas, destituir a Zerón y fincarle cargos, o no removerlo pese a las evidencias para no echar más tierra sobre una de las investigaciones más sucias y cuestionadas en la historia del país.
En este segundo arco narrativo subsisten dos preguntas vitales.
¿A quién o a qué institución se pretendía encubrir y proteger con una investigación que ahora sabemos que ha sido claramente manipulada?
La segunda tiene alcances más complejos: ¿el presidente Peña removerá a Zerón y ordenará restituir la investigación, o no hará nada y correrá el riesgo de que no mañana, sino al terminar su administración, una investigación independiente pudiera apuntar a su responsabilidad por acción u omisión en la investigación de la noche de Iguala?