*Cualquier semejanza con la realidad, es una mexicana coincidencia.
El papa Francisco subió al avión arrastrando los pies y sólo se asomó un instante a la ventanilla para despedirse de la multitud que sacudía al viento frío las banderitas amarillas y le gritaba: “¡No te vayas!” y “¡Quédate en México!” El Presidente lo había perseguido hasta la escalinata para decirle que su visita había alegrado a un país bollante y unido, pero el pontífice apenas lo había escuchado, distraído por los gritos de un camarógrafo que le pedía que sonriera abrazado a Peña.
Francisco se desamarró los zapatos, se sobó los pies adoloridos y extrajo del bolsillo un papel que le había entregado la esposa del Presidente: un dibujo que lo caracterizaba radiante bajo un sol rodeado de corazones, pintado por una de sus hijas. El Papa lo depositó en el intersticio del respaldo, se quitó el solideo y, como si cantara, con su voz aguda pidió:
–Que venga el chofer por favor.
El guardia encargado de conducir el papamóvil se deshizo del cinturón de seguridad y con un trote alegre llegó a la parte media del avión.
–Estoy listo, su Santidad.
–Siéntate, hijo, y cuéntamelo todo. ¿Entendiste quiénes son los enemigos de este país?
–Son todos, mi señor.
–¿Todos?
–Sí. Nadie se salva.
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El Papa sopló la taza de café humeante que le calentaba las manos y lo miró con ansiedad. El chofer entrecerró los ojos para recordar.
Todos en el avión estaban familiarizados con este ritual que ocurre siempre que el Papa se despide de un país, y el guardia se sienta a compartirle los resultados de la misión de preguntón que le ha encomendado a donde sea que viajan. Es un proceso sencillo, con aires de travesura: cuando Francisco termina de pronunciar un discurso, el guardia, disfrazado, se acerca a la imprescindible zona VIP del auditorio y comienza a disparar preguntas a la concurrencia formada por políticos, artistas, familias adineradas y periodistas influyentes.
En la Catedral, disfrazado de fraile, el chofer se había divertido con los cardenales y obispos mexicanos. Para despistarlos, se acercó devorando un esquite y preguntando quién había inventado esa delicia de maíz con queso y mayonesa. Después recitó esa parte del discurso en la que Francisco les había pedido que sus miradas no se cubran de las penumbras de la niebla de la mundanidad y que no se dejen corromper por el materialismo trivial y las ilusiones seductoras.
–¿No es maravillosa la elegancia con la que el Papa dice unas cuántas verdades? –preguntó el chofer a uno de ellos–. Norberto Rivera volvió el rostro en dirección al viento, asqueado por el olor del esquite, y se rascó la muñeca izquierda, irritada por el reloj de plástico que llevaba puesto ese día.
–El Santo Padre no hablaba de nosotros, no sea menso, fraile –lo reprendió el cardenal, sentado en medio del sillerío, como uno más–. El Papa se refería a los políticos mexicanos. A la casa blanca de 7 millones de dólares de Peña y al super avión presidencial, más grande que el del Papa y Obama; a López Obrador, que vive de las rentas de su partido y de los spots del pueblo; a la casa del secretario de Hacienda en Malinalco. Y a los diputados que se roban hasta las limosnas. ¿No se enteró –Rivera se persignó alarmado– que además de su salario millonario se acaban de repartir 400 millones de pesos que no deben justificar ni ante Dios, mientras el SAT nos caza al resto como a ratas?
El Papa bebió un trago de su café y con su acento porteño murmuró: ¡Ah que Riverita! Después, siguió atento el relato.
Al día siguiente, el chofer vistió un traje de lino fino y se abrazó a la muñeca el reloj de oro que el Papa solo usa en privado. Guapo, espigado y atlético, altivo portó su gafete VIP y se metió entre los políticos mexicanos, presentándose como el empresario favorito del Vaticano. Muy interesados, algunos de ellos tradujeron el discurso del pontífice a la realidad mexicana.
El Papa dijo que México está bendecido con abundantes recursos naturales y Jesús Zambrano, presidente de los diputados, saltó:
“¡Pese al Partido Verde Ecologista! Si le proponen un negocio de tucanes, no acepte porque le venderán pericos pintados. Mejor acérquese al PRD”.
Francisco dijo que la principal riqueza de México es su rostro joven y el presidente del PRI lo miró con ojos vidriosos; endureció la mandíbula y con la voz temblorosa, confió al chofer:
“Nos han robado al PRI. Este de ahora, el nuevo PRI del Estado de México, es un club de negocios. Dígale a su Santidad que voy a recuperar al PRI que conoció Juan Pablo II”.
Francisco habló entonces de bien común y la gobernadora de Sonora acercó sus labios de melocotón a la mejilla del chofer: “Pronto, con el consejo del obispo emérito Onésimo Cepeda y la generosidad de Slim, Bailleres, el PAN y los Legionarios de Cristo, levantaremos una súper catedral como la de Ecatepec, pero en el desierto. Si gusta, le compartimos algunas acciones, desde luego en dólares”.
El avión flotaba en un cielo de nubes aceradas, cuando el Papa terminó de escuchar el relato del chofer.
–Tienes razón, todos son pecadores, todos son culpables –le dijo–. Este pobre país que acabamos de dejar atrás, no es México: es Fuente Ovejuna.