Tras la visita de Donald Trump a México, hay un episodio en la historia moderna del país que convendría que conocieran el presidente Enrique Peña, la canciller Claudia Ruiz Massieu y el subsecretario de América del Norte, Paulo Carreño.
En el verano de 1992, el presidente Carlos Salinas de Gortari cometió uno de los errores más graves de su gobierno al respaldar la reelección del presidente George H. Bush, su amigo y cómplice esencial en una de las grandes apuestas del salinismo: la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte.
En la ensoñación del TLC, Salinas no tomó en cuenta las señales de alerta que le enviaba desde Washington el embajador Jorge Montaño, una advertencia rotunda: le parecía muy arriesgado que el presidente apostara todas sus cartas a la reelección de Bush cuando lo indicado era mantener un equilibrio político, de manera independiente a que crecía de manera importante la simpatía popular por el candidato demócrata, el gobernador de Arkansas William Clinton.
Montaño insistió hasta que Salinas lo escuchó y aceptó acercarse a la campaña demócrata, pero el error de cálculo del presidente mexicano ya había causado estragos en la campaña de Clinton, con la que el embajador Montaño había tenido el acierto de construir una relación. Con grandes esfuerzos, el diplomático equilibró las cosas y enderezó el barco mexicano que amenazaba con hundirse de la mano de Bush, en las elecciones norteamericanas.
Una anécdota retrata la tensión entre el gobierno salinista y el equipo de Clinton como resultado de la inequívoca predilección de Salinas por Bush.
El 7 de octubre de 1992, un mes antes de la elección, el congresista demócrata Bill Richardson, uno de los hombres de mayor confianza de Clinton, aceptó reunirse con Salinas en una reunión privada y bajo el mayor sigilo, en Nueva York. El episodio es narrado por el embajador Montaño en su libro Misión en Washington 1993-1995. Cuando terminaron de conversar, el presidente Salinas preguntó:
–¿Alguna otra sugerencia, Bill?
–Ninguna, presidente, solo que ya no hagan más pendejadas con Bush, porque vamos a ganar.
Tras la visita de Donald Trump invitado por el presidente Enrique Peña, he recordado este pasaje en el gobierno salinista y una famosa canción del queridísimo Juanga: “Pero qué necesidad, para qué tanto problema”…
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La política es una de esas actividades raras en las que los políticos casi nunca aprenden de los errores ajenos y vuelven a tropezar con la misma piedra. El Presidente ha sido vapuleado por el gravísimo error que representó la visita de Trump. La hoguera no necesita más carbón sobre todo después de las pifias de Peña en el diálogo con los jóvenes (entre otras perlas habló de la reforma que el periodo sexenal de cuatro años y que no plagió su tesis porque no existían computadoras) y me parece importante analizar a detalle las circunstancias y posibles consecuencias alrededor de este hecho que ya forma parte del largo expediente de traspiés y escándalos del gobierno peñista.
Forma es fondo. El estilo de gobernar de cada presidente está determinado por hábitos, circunstancias y decisiones, elementos presentes en la visita de Trump y ligados a una versión que corrió ese mismo miércoles: alentado por la burbuja de colaboradores que lo circunda en Los Pinos, Peña habría tomado la decisión de reunirse con el candidato republicano sin tomar en cuenta la opinión del Servicio Exterior Mexicano encabezado por la canciller Claudia Ruiz Massieu.
Molesta por la forma en la que el Presidente y su primer círculo habían manejado el asunto, la canciller habría presentado su renuncia. La versión puede ser cierta o no, pero alrededor subyace algo más importante que sí es posible corroborar: la indignación —la conmoción— que la invitación provocó en miembros prominentes del Servicio Exterior Mexicano.
Miguel Basáñez, último embajador de México en Estados Unidos, un hombre que llegó a Washington con el aval de Peña, y Andrés Rozental, un veterano y prestigiado diplomático de larga trayectoria, criticaron con severidad la invitación del presidente.
“Nadie como Trump ha puesto en tal nivel de peligro la relación de México y EEUU en los últimos 50 años”, escribió Basañez en su cuenta de Twitter.“Lamento profundamente la invitación”.
Rozental, un embajador emérito conocido por sus valoraciones serias, puntuales y equilibradas, dijo que fue un error invitar a Trump porque la visita no redituaría ningún beneficio al gobierno, ya que desde el inicio de su campaña el candidato republicano se ha encargado de denostar a México y los mexicanos.
“En cambio —Rozental dio un paso más allá en entrevista con Forbes— sí abona a la campaña política de Trump en un momento en el que busca acercarse al voto latino y las minorías”.
Esta decisión representa un doble acto fallido del presidente, primero al invitar a Trump, quien en campaña se ha dedicado a escupir a México y los mexicanos, y después al pretender erigirse como un estadista que privilegia el diálogo, y en lugar de defender los intereses del país y sus ciudadanos, pronunciar un discurso errático, timorato y pusilánime para decir que el candidato republicano había sido mal interpretado y que reconocía su derecho a levantar un muro en la frontera.
Más tarde, en una prolongación de la agonía que parece ocurrir cada vez que dice algo, Peña escribió en Twitter que le había aclarado a Trump que México no pagaría por el muro. Brillante aclaración: no se trata de dinero, señor Presidente, sino de combatir y derribar con ideas los muros de odio que se levantan en el mundo.
En 1992 Salinas apostó sus cartas a Bush y estuvo a punto de enemistarse con Clinton. Al invitarlo a venir, Peña le dio a Trump oxígeno y reflectores cuando más los necesitaba.
Al recibirlo en Los Pinos, Peña legitimó a Trump y su discurso racista y de odio. Esta cadena de errores ha molestado a Hillary Clinton, y si la candidata demócrata gana como las encuestas indican, entonces el presidente Peña deberá rehacer de las cenizas una relación incendiada por él y su visión de corto plazo.
Pero qué necesidad, cantaba el eterno Juanga…