El equipo del gobernador Graco Ramírez recibió una llamada una noche antes de que el recién designado secretario de Desarrollo Social visitara Morelos para realizar una de las escasas giras de trabajo que planea hacer en su gestión. La comunicación no tenía como propósito indagar el estado de la pobreza ni explorar las necesidades de las comunidades habitadas por quienes sobreviven con un salario situado debajo de la línea de bienestar trazada por el Coneval.
La llamada tenía el propósito de transmitir una orden precisa: al día siguiente, al recibir al secretario Luis Miranda, el gobernador debía vestir una guayabera blanca y un pantalón blanco, el dress code del nuevo secretario de Desarrollo Social en sus visitas al interior del país.
El gobierno del presidente Peña se ha caracterizado por dejar bien claras sus formas y sus fondos, las primeras impregnadas de modo inequívoco con una escalofriante e inconsciente frivolidad —funcionarios que utilizan helicópteros como taxis en la Ciudad de México— y sus fondos —conflictos de interés que transcurren sobre una delgada línea de legalidad—.
El de Miranda es un caso aparte por sus excesos y la manera caprichosa y autoritaria de ejercer el poder, y por la radical diferencia de formas y fondos con respecto de José Meade, su antecesor, un funcionario, reconocido por su buen trato, sus modos amables y su sencillez, quien solía comunicarse con los gobernadores del país para ponerse de acuerdo en lo que harían juntos durante una visita y preguntar si estaba bien que vistiera un pantalón caqui y una camisa, o si le sugerían llevar otra vestimenta.
Tan pronto llegó a la Sedesol, el equipo de sus colaboradores más cercanos hizo saber las reglas y hábitos del nuevo secretario: no planea viajar con regularidad por el país y conducirá la política social desde sus oficinas; en sus recorridos urbanos utilizará tres camionetas y una escolta de más de veinte guardias; la mayor parte de sus traslados en la Ciudad de México será en un helicóptero oficial en el que lo acompañarán su secretario particular, un ujier y dos elementos de seguridad, y a diferencia de sus antecesores, al llegar a la Secretaría no subirá un piso para tomar el elevador que Meade compartía con los empleados: uno de los tres aparatos permanecerá bloqueado para que Miranda lo aborde sin dilaciones en el sótano.
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Los hábitos y el estilo de trabajo del secretario Miranda no son una colección de anécdotas sin importancia y en contraste sí repercuten en el prestigio de la secretaría más cuestionada por los partidos de oposición. Miranda, compadre del presidente Peña, llega a la Sedesol observado por una lupa gigante que alumbra sus pasos y la trayectoria de una institución que carga con un terrible estigma de manipulación de los programas con fines electorales.
Una de las preguntas más replicadas en estos días es la razón por la que el presidente decidió colocar a Miranda al frente de esta secretaría, y la respuesta más común es que se trata de un hombre de todas las confianzas de Peña y que además no se juega nada: no aspira a ser gobernador y menos aún presidente, y en esa condición desde la Sedesol estaría en libertad de trabajar en favor del presidente y el PRI hacia las elecciones de 2018 sin que le importe jugar el rol de blanco de las acusaciones y los ataques de sus adversarios políticos.
Miranda confirma y concentra como ningún otro miembro del gabinete las formas y los fondos del gobierno federal: la frivolidad como hábito, una insultante falta de sensibilidad hacia las comunidades pobres del país y un desprecio por la política social que se comprueba en los recortes al presupuesto, recargados en la educación, la salud y el desarrollo social de este país.