En la tradición política del país, el secretario de Gobernación solía ser el número dos, la mano derecha del Presidente, y sobre todo y más importante, el rostro más visible del gobierno —el que da la cara por el Presidente—, una voz y una presencia fundamental frente a los problemas y las circunstancias críticas. Un rasgo distintivo de la presidencia de Enrique Peña es que Miguel Osorio nunca desempeñó esa posición estratégica, opacado y reducido por la figura ubicua, persistente y luminosa del secretario de Hacienda, Luis Videgaray.
Osorio siempre se mantuvo en un discreto y reservado segundo plano, en público y en privado, como un corredor emergente en espera de salir al campo, excepto en algunos episodios aislados como aquella tarde en la que trotó fuera de sus oficinas de Bucareli con las mangas de la camisa en los antebrazos para pronunciar un discurso ante estudiantes inconformes del Instituto Politécnico Nacional.
Aquel día de octubre de 2014 el secretario Osorio abrió un diálogo con los alumnos del Poli cuando las cosas pintaban muy mal para el gobierno, se convirtió en héroe pasajero y pudo gozar de lo que Andy Warhol llamó los 15 momentos de fama siempre deseados por un personaje público.
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Dos años después, los hombres y mujeres más cercanos a Peña lo observan como un político solitario que juega para sí mismo, que no da la cara por el presidente ni es el rostro más visible del gobierno en situaciones extremas, una posición que en opinión de ellos confirmó de manera inobjetable la que ya se reconoce como la mayor crisis política de este gobierno: la visita del republicano Donald Trump en agosto pasado.
Cuando el Presidente recibía calificativos de tonto y entreguista y las redes ardían en memes que lo caracterizaban tendiendo la alfombra a quien insultó como nunca al país y los mexicanos, la canciller Claudia Ruiz Massieu defendió a Peña —pese a haber sido excluida de la decisión de invitar a Trump— y lo mismo hicieron el Presidente del PRI, los líderes del partido en el Senado y la Cámara de Diputados, y desde luego Videgaray, quien se reconoció como artífice de la idea y renunció para evitar que el incendio que había desatado alcanzara a su jefe.
El único que no dijo nada, que no defendió al Presidente ni dio la cara —reclaman los colaboradores más cercanos a Peña— fue el secretario de Gobernación. Las intrigas en el poder no terminaron en eso. Casi un mes después de la visita de Trump, Osorio lanzó una batería de spots de promoción personal de su nombre e imagen en las redes sociales, un acto interpretado como un destape adelantado por la candidatura priista a la presidencia en 2018.
Todo esto cobra vigencia e importancia después de que Osorio compareció ayer en la Cámara de Diputados y en una parte de sus respuestas dijo que esas pautas en redes sociales no significan una postulación ni el inicio de una campaña anticipada.
“No está en mi agenda”, dijo Osorio. “Mi compromiso está en que las cosas caminen mejor en la gobernabilidad de este país”.
Si Osorio lanzó esa campaña por cuenta propia o lo hizo con la anuencia del Presidente, es algo que sólo saben ellos dos y, en todo caso, es lo menos importante. Lo trascendente es que después de publicar esos spots, ayer el secretario de Gobernación declaró que la candidatura no está en su agenda ni en sus prioridades, una decisión que quizá tomó por su cuenta, o por órdenes del presidente Peña.
Pero una cosa son las declaraciones y la retórica —los políticos mienten tanto como un niño niega una travesura—, y otra muy distinta es la realidad: es claro que la sucesión está desatada en el PRI y que los golpes bajos y las intrigas abundan en el gobierno peñista.
Osorio nunca fue la mano derecha del Presidente ni el alma del gobierno en situaciones complejas, pero tras la renuncia de Videgaray, la distancia entre el secretario de Gobernación y el presidente Peña no se redujo; por el contrario —contra lo que algunos pensaban— parece haberse ensanchado.
En Los Pinos, epicentro político del peñismo, Osorio no es visto como se mira a un amigo y a un aliado. Un divorcio entre ambos es de la mayor importancia, porque bajo ninguna circunstancia es ideal la permanencia de un secretario de Gobernación que aparentemente ha perdido la confianza del Presidente.
En un país prendido por alfileres y alarmas encendidas en casi todos los territorios, un pésimo escenario —el peor presagio— es el de un grupo en el poder tirándose patadas bajo la mesa.