En estos días nos hemos hecho preguntas infinitas sobre el presidente electo de los Estados Unidos, excepto una que no he visto ocupar los espacios públicos: ¿Cuál es el estado mental de Donald Trump?
La pregunta es pertinente: desde que anunció su decisión por disputar la Casa Blanca hace más de un año, Trump se mostró como un hombre fuera de control, un racista iracundo, un misógino incontenible, un vulgar irredento, un mentiroso compulsivo —hace unas horas tuiteó que gracias a su gestión permanecerá en Estados Unidos una planta ensambladora que la empresa Ford nunca planeó mover a México—, de modo que esta no es solo una interrogante válida, sino que está soportada por un antecedente: cuando Hillary Clinton era secretaria de Estado, el gobierno norteamericano ordenó un estudio sobre el estado mental del presidente Felipe Calderón.
Como sucede ahora antes de que Trump llegue a la Casa Blanca, al cumplirse el tercer año de gobierno, Estados Unidos tenía serias inquietudes sobre el comportamiento de Calderón.
Los informantes de la Embajada reportaban que el Presidente se mostraba irascible, caía en exabruptos y era incapaz de contener las peleas entre los miembros de su gabinete. A todo eso se añadió el rumor de que le encantaban las veladas con tequila, cosa que afectaba las decisiones en las que estaba involucrado el gobierno de Washington desde que una tarde de otoño de 2006 Calderón le dijo al presidente George W. Bush: “Te necesito a bordo”, y Bush aceptó ser su socio en la guerra contra el narcotráfico.
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Estas sospechas del gobierno de Obama partían de una idea inequívoca: el estado mental de Calderón podía meter en problemas a su gobierno y arrastrarlos. En Washington existían razones fundadas de que Calderón podría ser un potencial peligro, de la misma manera en la que ahora no sólo los mexicanos sino todo el mundo tiene preocupaciones racionales sobre el comportamiento de Trump.
En campaña Trump era un loco sin sentido, quien en la Casa Blanca podría mutar en un loco con todo el poder; conocer su forma de comportarse podría ahorrarle muchos dolores de cabeza al gobierno mexicano, más allá de la obligación de reforzar con hechos y no en el discurso la protección consular de los millones de mexicanos que viven en Estados Unidos.