En medio de todo lo que se publicó acerca de la muerte de Fidel Castro, encontré esta crónica de Pablo de Llano en El País sobre un grupo de millennials de una escuela habanera durante los funerales en la Plaza de la Revolución.
Se trata de uno de esos relatos poderosos no sólo por lo que sucede y expresan los protagonistas, sino porque el contexto y lo que subyace en lo que dicen los muchachos y la manera en la que lo dicen es capaz de plasmar dos mundos: el de Fidel —el mito muerto— y el de los jóvenes —el futuro de Cuba—.
En las palabras de los estudiantes preuniversitarios hay una genuina devoción heredada por la Revolución que cohabita de manera natural con esa condición innata de los millennials que prefigura su entorno y los convierte en personas transfronterizas y ubicuas que transitan por diferentes mundos, idiomas y contextos —como si cruzaran la calle— y que en el caso de Cuba conforma un puente entre pasado y futuro, un caleidoscopio de matices y posibilidades que se extienden mucho más allá del rojo de la Revolución del 59.
Cuando el periodista les pregunta cómo ven el futuro de la Isla, una nieta de un chino habanero responde que quisiera que Cuba se preserve socialista, que no vuelva a ser colonia de nadie, que se mantengan vigentes las ideas del comandante. Cuando escuchan qué les gustaría que hubiese o que mejorara cuando Cuba se desarrolle económicamente, los millennials dicen:
-La comida.
-El internet.
-Que se desarrolle el fútbol cubano.
-Que nos quiten el bloqueo -dijo el profesor de 27-.
-Para mí todo está bien, nada más que tenemos algunas limitaciones con el internet para conectarnos con el mundo.
-Tenemos todo, pero si es posible retirar el bloqueo, mucho mejor.
Sobre la muerte de Castro se han dicho y escrito muchas cosas, casi todo como si ocurriera en la pantalla de un televisor blanco y negro y la vida de las personas y de los países no es así: todo pasa de manera irremediable por matices, contrastes e intermedios que configuran un cuerpo completo.
Nací en 1968, soy hijo de un periodista, nieto de un obrero y mantengo una doble consideración: una sobre Fidel, el revolucionario al que admiré en la primera parte de mi vida y otra respecto de Castro, el que envejeció con la barba casposa que veía como una metáfora de la involución de su lucha: seca y contraria a los ideales que le habían dado razón.
Mi trabajo en los textos de revista, los perfiles y los libros que he escrito está siempre guiado por una condición irrenunciable: evitar los juicios sumarios y simplistas para hacer frente al complejo proceso de entender las motivaciones de la gente, de cualquiera, incluso de personajes como Hitler, Stalin, Trump y de Castro, quien desde luego está muy lejos de compararse con ellos en cualquier sentido, como también creo que en un mundo globalizado es un contrasentido revisar la historia, la antigua y la contemporánea, sin tomar en cuenta no sólo los contrastes sino los factores: ¿podemos revisar la historia presente y pasada de México sin considerar la influencia —la amenaza, la sombra— de los Estados Unidos?
Ahora mismo México —los mexicanos— enfrentamos con la llegada de Trump a la Casa Blanca quizá la mayor amenaza internacional desde la guerra con Estados Unidos y la pérdida de una parte del territorio. ¿Podemos imaginar lo que enfrentó la Cuba de Castro durante los años de la guerra fría?
Castro tomó decisiones, construyó un sistema político diseñado por nadie más que él, coartó libertades, encarceló disidentes, permitió la ejecución de aquellos considerados traidores por las cortes populares surgidas del modelo político impuesto por él y se mantuvo en el poder más de 50 años. ¿Es razonable considerar sólo estos elementos de la historia y ver a Castro sólo en blanco y negro? ¿Ayuda a un debate más hondo ver a Cuba en un contexto latinoamericano sin que otros países nos miremos al espejo?
Contrastes: quizá el principal de los tonos diferentes de la Cuba de Castro, el que más podría ayudarnos a entender algunas de las razones de Fidel, es ese que muestra los logros de una revolución y su sistema político, una revolución y un sistema que produjeron eso que los latinoamericanos y los mexicanos en especial no hemos conocido el último siglo: resultados consistentes de un proyecto de gobierno. Y para mostrar esto voy a recurrir a la figura más fría y anticlimática: los números.
Cuba ocupa el sitio 67 en el Índice de Desarrollo Humano con .769, siete espacios arriba de México con .756, y aún por encima de Brasil, Georgia, Perú, Ecuador y China. En Cuba la expectativa de vida es de 79 años y aquí es de 76. Pese al bloqueo de Estados Unidos Cuba tuvo un crecimiento económico promedio de 2.3% en los últimos años y México de 2.6%, aun en los mejores años de su sociedad comercial con el país todavía gobernado por Obama.
La tasa de mortalidad infantil en la Isla es menor que la de México e incluso que en Estados Unidos, a pesar de que ninguno de estos países soportó un bloqueo económico como el de Cuba, sobre el cual no existe ningún otro antecedente histórico.
¿Qué costo tuvo todo esto para los cubanos? Para ellos —para los cubanos que lo vivieron— represión, censura, libertades, un pueblo con hambre como parte de un sistema político que está agotado y que creo —espero— será modificado por las nuevas generaciones de cubanos abriendo la Isla en distintos sentidos pero preservando los logros de la Revolución: en Cuba, diría como primer ejemplo, se sufre de hambre pero está documentado que ningún niño muere de hambre como en otras partes del mundo. Todo eso ha sido una realidad innegable y consecuencia de un modelo político decidido —impuesto— por Castro, de la misma manera en la que de Calles y del Partido Nacional Revolucionario surgió el régimen y el modelo que nos impuso a los mexicanos una dictadura por la vía democrática —la del PRI que involucionó en el sistema político de intereses y complicidades que tenemos hoy día—, y en ese trayecto decidieron e impulsaron un proyecto nacional Adolfo Díaz Ordaz, Luis Echeverría, José López Portillo, Ernesto Zedillo, Carlos Salinas, Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña.
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Al voltear a ver a Castro en blanco y negro perdemos de vista algo para mí sustantivo en las críticas condiciones políticas, económicas y sociales que vive México: los resultados y los logros de un modelo político. ¿En Cuba hay pobres? Desde luego que sí, pero no en la proporción de este país. La economía mexicana es parte de las primeras 20 economías del mundo, proclama el gobierno: ¿Y de qué nos sirve esa economía distinguida si tenemos 40 millones de pobres y un país partido por abismales brechas sociales?
En Cuba hoy existen menos de 100 presos políticos y fueron ejecutados entre 3 mil y 6 mil cubanos como resultado de la contrarevolución de Castro, pero ¿cuántos miles de muertos dejaron en nuestros régimen libre y democráticos las purgas sociales puestas en marcha por el régimen durante la guerra sucia de los años 70? Ni siquiera podemos contarlos.
En el plano de la salud —uno de los altos logros de la Cuba de Castro— sucede ahora mismo uno de los efectos más visibles de la globalización impuesta por el régimen: el último año murieron 98,500 mexicanos de diabetes, muchos de ellos campesinos e indígenas que abandonaron el frijol para comer papas fritas y beber refrescos. A diferencia de la Cuba de Castro nosotros tenemos una prensa libre, pero censurada y controlada por el gobierno. A diferencia de Cuba nuestros estudiantes tienen libertad de pensamiento, pero millones no tienen posibilidades de estudiar y desarrollarse, y otros son asesinados. ¿Por qué? Porque de la misma manera que lo hizo el sistema de Castro, nuestro modelo también ha producido esos horrores.
Ese es el rostro —con matices y contrastes y no sólo blancos y negros— de la Cuba de Castro y de nuestras no dictaduras.