Cuando esta columna comience a ser leída habrá transcurrido la primera semana del nuevo año, y pasadas las fiestas de bacalao, romeritos y la rosca de reyes los mexicanos despertaremos a una realidad compleja como hace décadas no sucedía.
2017 será un año para abrocharse con fuerza el cinturón de seguridad para entrar en una zona turbulenta ante la inminencia de factores políticos y económicos, tanto internos como externos, que prometen uno de los años más difíciles de la era moderna.
Para el gobierno federal el nuevo año representará desafíos extremos y algunas semejanzas con distintas administraciones del pasado.
Como sucedió con Carlos Salinas en 1994, el presidente Peña enfrentará en 2017 el periodo más complicado de su administración, un año de turbulencias políticas derivadas de los choques asociados a la sucesión presidencial que se desatará quizá con una fuerza y unas complicaciones inéditas, no sólo por las dimensiones de la competencia partidista —Andrés Manuel López Obrador puntero en las encuestas hacia 2018 y el PAN como el partido mejor situado hacia las elecciones— sino porque el PRI enfrentará la sucesión en una condición de debilidad histórica que parece no tener comparación con ningún otro periodo.
Si en 1994 Salinas tuvo al menos dos alternativas —Luis Donaldo Colosio y Manuel Camacho— para elegir candidato, el futuro inmediato de Peña como gran elector del priismo parece mucho más estrecho: fuera de la contienda —por lo menos hasta ahora— Luis Videgaray, las posibilidades del presidente se reducen a José Antonio Meade y Miguel Osorio, el primero improbable porque le ha correspondido estar al frente de la Secretaría de Hacienda en uno de los momentos económicos internos más problemáticos, y el segundo inviable por lo menos desde los intereses del peñismo porque Osorio representa sus propias aspiraciones y no una ruta de continuidad como heredero de Peña.
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A este famélico escenario de prospectos del partido gobernante habría que sumar el termómetro social: si en el año 2000 la mayoría de los mexicanos votó por Vicente Fox impulsada por un sentimiento de desilusión política, en 2018 la mayoría asistirá a las urnas impulsada por un ánimo de cólera colectiva ligada a la fracasada reforma energética, a las alzas de entre 10 y 20 por ciento en el precio de las gasolinas, al derrumbe del peso ante el dólar, a la impunidad, a la violencia que no cesa, a una corrupción política sin límites y a un panorama nacional incierto como nunca, ante la llegada de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos.
Todo esto representará una suerte de cóctel molotov de más semejanzas con el pasado: como en los años de José López Portillo, en 2017 veremos escalar la inflación como no ocurría hace años, y muy probablemente recibiremos malas noticias ligadas al crecimiento del endeudamiento del sector público.
Para el presidente Peña los primeros días de este año representarán una última llamada para contener el debilitamiento de su gobierno y de su imagen pública.
Paradójicamente, podría ser Donald Trump quien pudiera salvar al PRI y a Peña de un despeñadero ganado a pulso: si el presidente logra convencerlo de no asfixiar el TLC y no expulsar migrantes de manera masiva, entonces podrían estabilizarse el peso y mejorar las expectativas de la economía mexicana.
Pero esto último es puro whishful thinking, pura ilusión. Por lo pronto, un negro 2017 se anuncia para el presidente con la más baja calificación en los últimos tres sexenios y para el PRI, un partido corroído como nunca por la incapacidad, la impunidad y la corrupción que no es otra cosa que voracidad.