Mi familia no tiene un árbol genealógico y siempre ha sido un misterio el origen del bisabuelo Herculano y su prole. Algunos especulan que era español, pero a mi me gusta pensar que tenía algo de sangre gitana y que fue él quien nos inoculó el hábito loco de la mudanza. El bisabuelo y su familia se mudaron un montón de veces, y yo tenía seis años la primera vez que acompañé a mis padres a vivir en el departamentito junto al restaurante Luis Cabrera, cuando en la colonia Roma no había restaurantes ni hipsters con puercos como mascotas. Desde entonces vi a mis padres, mi hermano, mis tíos, mis primos, mis sobrinos y sus perros, gatos y tortugas como la Banana y la Leila, acostumbrarse a despertar en un nuevo barrio, casi al mismo ritmo en que la familia se reproducía.
Siempre he pensado que en otra vida fui un perro callejero porque nunca me ha costado adaptarme a la nueva casa, aún cuando me he mudado 13 o 14 veces. Me entusiasma descubrir las cosas escondidas de un vecindario. A lo que nunca me he acostumbrado es a las pérdidas sentimentales entre tanta cambiadera.
Ahora mismo no sé dónde están el libro de Pedro Infante que escribió papá y que encontré en una librería de viejo, el reloj que me regaló el abuelo Malaco y la primera edición del libro que Talese escribió sobre los hombres que construyeron los puentes de Manhattan.
Hace tres años, cuando volví de Estados Unidos, llegué con Maki y los N&N a vivir en el barrio del Niño Jesús, en Coyoacán, un vecindario de fiestas patronales y estallidos de cohetes cada fin de semana. Esa vez también me mudé de empleo y conocí la redacción de Máspormás, invitado por Gustavo Guzmán y Mario Campos a escribir una columna semanal.
Mi texto inaugural fue sobre un jardín con flores y mariposas. Yo quería escribir sobre personajes y sitios raros o maravillosos de esta loca ciudad —como el hombre que recreó el chasis de su vocho clásico con bobinas eléctricas— pero las cosas en el país ya eran demasiado complicadas y cuando me di cuenta ya estaba escribiendo sobre corrupción, impunidad y crímenes, casi cada semana.
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El otro día, con la misma calidez con la que me dio la bienvenida, Gustavo Guzmán me llamó para decirme que por un conflicto de sintonías dejaría de publicarse la sección de opinión de este periódico dedicado a la ciudad.
Ahora —me dijo— ya es moda señalar lo que nosotros empezamos a hacer hace cuatro años.
En Máspormás no sólo paladeamos la rica libertad de escribir lo que nos viniera en gana: formamos una versión tropical de la banda que tocaba torcido (Alejandro Almazán, Marcela Turati, Diego Osorno, Carolina Rocha, Fer Rivera, Guadalupe Nettel, Lydia Cacho, Diego Rabasa, Daniel Moreno, Antonio Ortuño, Alex Sánchez, Guillermo Osorno, Aníbal Santiago, Mario Campos, Gabriela Warkentin), a veces tristes, otras divertidos, algunas más enojados, pero sobre todo anhelantes de un mejor país, y en ese viaje escribimos sobre lo que nos arruina y también de lo que hace a México un terruño como ninguno: la gente, su alegría, la indignación, el ingenio popular, las celebraciones, los muchachos que levantaron un jardín comunal, los salvadores de un perro baleado, las madres solteras que se agruparon para exportar piñatas.
“Nadie conoce a nadie” fue el incierto nombre que le di a este espacio en donde conocí y me reencontré con amigos y compañeros de anhelos e ideas; al hacer cuentas de las pérdidas de mis mudanzas, hoy puedo decir que cuando volví a México y vi en los medios un desierto árido, aparecieron Gus y su pandilla —Ilse, Lisa, Karen, Óscar— para ofrecernos un puerto generoso desde el cual arrojamos nuestras botellas al mar, sin condiciones ni aspavientos.
No me resta más que agradecer eternamente sus lecturas y desearle a Gus, a sus proyectos y a este diario que sus mejores años estén por venir. Como decía Tintán: todo a su temporal y a buenas maneras. ¡Nos vemos en el más acá!