Tengo un recuerdo nítido de pasajes extraordinarios y brutales de la política mexicana. En mi tarea de periodista a ella me he acercado y tomado distancia igual que un boxeador se refugia y después huye de la zona de cuerdas cuando se siente acorralado. Tenía 22 años cuando intenté garabatear una de mis primeras crónicas en la Cámara de Diputados.
Era un mediodía del año 91 y al recinto llegó Ignacio Castillo Mena, uno de los perredistas más respetados y críticos del gobierno salinista tras el fraude en las elecciones del 88, fundador con Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo de la Corriente Democrática que partió al PRI. Era líder del grupo parlamentario del PRD, un ejército de mujeres y hombres formado por intelectuales, periodistas y líderes estudiantiles del 68 que no dejaban pasar un día sin denunciar la sevicia y la corrupción imperantes en la era Salinas.
Pero ese día Castillo Mena no llegó con la investidura de jefe de la bancada más beligerante de la Legislatura: Salinas, el presidente al que él y sus compañeros llamaban Espurio, le había ofrecido un cargo de embajador, el político perredista había aceptado y estaba en la Cámara de Diputados para rendir protesta.
Alto y corpulento, Castillo Mena sudaba como un maratonista viejo cuando unos guardias lo tomaron por las axilas y en vilo le hicieron entrar al salón a empellones, tropezándose. Su rostro tenía una palidez cadavérica y le temblaban las manos, la cabeza, el cuerpo entero cuando atravesó la muralla de perredistas que le lanzaban patadas, puñetazos, y le gritaban: ¡traidor!, ¡chinga tu madre! ¡perro salinista!
Cuando pasó al frente y alzó la mano derecha para protestar el cargo, sus compañeros de lucha lo cubrieron con una lluvia de monedas.
¿Puede haber una escena más brutal que una multitud que lincha?
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Cuando me mudé a la Ciudad de México en febrero de 1991, conocí otra imagen reveladora de la política mexicana y la forma en la que operan el sistema y sus instituciones, cuando escuché a algunos periodistas de izquierda contar lo que ya entonces era una leyenda: en agosto de 1988, tres semanas después de la controvertida elección en la que oficialmente Salinas venció a Cárdenas, un contingente de diputados descendió al basamento de la Cámara de Diputados para abrir los expedientes con las boletas de la elección y documentar el fraude que denunciaban.
Cuando llegaron a la bóveda, un pelotón militar los detuvo. Los soldados alzaron sus rifles, y cortaron cartucho.
Dos meses después, en septiembre de 1988, vi en televisión otra imagen histórica: Porfirio Muñoz Ledo se plantó en la parte media del salón y a gritos interpeló por primera vez a un presidente, Miguel de la Madrid. Le echó en cara la ilegitimidad de los comicios que llevaron a Salinas al poder.
Años más tarde, contemplé cómo la vida institucional del país se concentraba en dos símbolos en apariencia insignificantes.
La mañana del sábado 30 de agosto de 1997, el viejo Alejandro Azcoitia, director de Trámite Legislativo, tomó la decisión más importante de su vida: entró al salón de sesiones llevando en las manos la campana y el tintero –símbolos imprescindibles para que de la Cámara de Diputados pueda sesionar– y las entregó al presidente de la asamblea, Porfirio Muñoz Ledo, líder de la bancada perredista.
Ese gesto inadvertido marcó la instalación de la primera Cámara de Diputados dominada por la oposición, en un momento crítico: el presidente Ernesto Zedillo y la bancada de su partido habían intentado un golpe de Estado para hacerse del control político de la legislatura, cuando la bancada del PRI era minoría.
Unas horas después, en una atmósfera que podía cortarse con cuchillos de carnicero, Muñoz Ledo pronunció quizá el discurso más poderoso y significativo de su larga vida política:
“Nosotros –se dirigió al presidente Zedillo al responder el informe a nombre del Congreso– somos tanto como vos y todos juntos sabemos más que vos”.
¿Qué tienen en común estos episodios? Representan una serie de épicas sucedidas en el parlamento, en el marco de una batalla perenne por contener al presidencialismo y defender el frágil equilibrio de poderes: un líder opositor cooptado por un régimen, un humilde empleado cuya decisión simbolizó el respeto a las instituciones, unos diputados tratados como delincuentes por defender la democracia.
Castillo Mena debió soportar una humillación pública por parte de sus compañeros y a Zedillo quizá le molestó el desplante de Muñoz Ledo recordándole que juntos los ciudadanos somos más grandes que un presidente.
Recordé esto la semana pasada cuando Aurelio Nuño visitó la Cámara de Diputados y sucedió algo extraño y absolutamente inusual: alrededor del salón donde se reunió con los legisladores, se levantó un cerco de seguridad apuntalado con vallas. No se permitió el acceso a ningún periodista porque el secretario de Educación no quería testigos ni cámaras que filmaran el encuentro.
¿Por qué pidió Nuño que una reunión que debió ser abierta transcurriera en privado? ¿Existen asuntos de seguridad nacional en la misión de un secretario cuyo trabajo consiste en educar a las nuevas generaciones? ¿Por qué se lo permitieron los diputados, renunciando a representar y defender los intereses de la ciudadanía? La misma semana, a puertas abiertas y en una reunión incluso transmitida por televisión, el director de Pemex se entrevistó con los diputados.
Nuño es descrito por sus colaboradores cercanos como un político cordial y amable que aún en situaciones extremas guarda las formas –algo que lo hace muy parecido a su jefe, el presidente Peña– y al mismo tiempo como un político que dice lo que piensa, sin rodeos, de manera franca. En la Universidad de Oxford, en el Reino Unido, donde estudió una maestría, es recordado como un alumno que solía sostener acalorados debates en los que defendía de manera apasionada al PRI, ante amigos y maestros que pensaban diferente.
¿Por qué Nuño ha tendido un cerco a su alrededor? ¿Para cuidar su imagen?
Este país no merece más cercos de los que ya apartan a los gobiernos de quienes los eligen, sino políticos cercanos a la sociedad y dispuestos a escucharla, a debatir, a mostrar respeto por los otros poderes. Y a dar la cara ante la ciudadanía a la que se deben.