Fue una reunión privada en el despacho principal de Los Pinos. Ambos en solitario, sin colaboradores alrededor, el embajador de Estados Unidos arrastró un elefante al centro de la sala:
–No puedo irme sin citar a los americanos torturados en las cárceles mexicanas, señor presidente –embistió el embajador–. No podemos ignorar la creciente atención de la prensa y el Congreso.
Se refería a las denuncias de 50 norteamericanos presos en México por asuntos de narcotráfico. El problema eran los métodos de investigación: la policía mexicana los había torturado para hacerlos confesar.
“Fui golpeado y medio ahogado. El trato que recibí fue semejante al de un campo de concentración, bajo continuas extorsiones y torturas para exigirme dinero a cambio de libertad”, contó Willian Dean Kimble a un oficial consular. Otros americanos fueron torturados con toques eléctricos.
El presidente dijo que no debía haber violaciones a los derechos humanos en los interrogatorios y prometió atender de manera personal un problema que amenazaba la relación bilateral.
El encuentro en Los Pinos tuvo lugar hace 40 años, cuando el presidente era Luis Echeverría, pero pudo haber ocurrido en 2016, en el gobierno del presidente Peña. Sin importar las transiciones políticas y sociales que ha sorteado el país, la tortura, una de las peores atrocidades a la integridad de una persona, ha logrado el milagro de la sobrevivencia, como una resistente bestia primitiva.
Del diálogo entre Echeverría y el embajador Joseph Jova llama la atención la insólita admisión de Echeverría, quien ni por un segundo puso en duda la tortura en las policías mexicanas. Como un padre ante un niño travieso, el presidente prometió intervenir para que la barbarie cesara.
La conversación es una evidencia de la vergonzosa complicidad con la que ambos países trataban estos asuntos –como excusándose, Jova citó que el problema era que la prensa y el Congreso de Estados Unidos estaban enterados– en una época en la que tres presidentes mexicanos –Echeverría, Díaz Ordaz y López Mateos– estaban en la nómina de la CIA, y sus gobiernos sometidos a las órdenes del país del Norte. A cambio de que México aniquilara a la insurgencia comunista –la cruenta guerra sucia de los 70–, los gobiernos norteamericanos guardaron silencio ante la tortura, las desapariciones y la sevicia de los gobiernos mexicanos.
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En posteriores administraciones del PRI –López Portillo, De la Madrid, Salinas y Zedillo– las violaciones a los derechos humanos continuaron, pero en la conducción política hubo un cambio significativo: quizá alentado por un instinto de sobrevivencia ante las denuncias y presiones internas y externas, el Estado activó ciertos equilibrios y no tuvo más remedio que someterse a la observación internacional.
El país recibió a los primeros observadores internacionales que tomaron nota del vergonzoso espectáculo de las urnas embarazadas y el carrusel priísta, y aceptó la visita de relatores de derechos humanos en las masacres de Aguas Blancas y Acteal, donde paramilitares ligados al PRI asesinaron a 47 indígenas.
Los gobiernos de De la Madrid, Salinas y Zedillo soportaron la embestida crítica de instituciones internacionales y a regañadientes atendieron sus recomendaciones. Tal vez era una simulación, pero políticamente había una señal de apertura.
¿Qué ha cambiado entre 1976 y 2016? ¿Cuál es la posición del gobierno mexicano ante las denuncias de tortura que involucran a militares y policías?
Hace unos días el gobierno federal denegó una solicitud de visita al relator de Tortura de la ONU, Juan Méndez, quien en marzo de 2015 presentó un informe que citaba a la tortura en México como una práctica generalizada. Relaciones Exteriores hilvanó una respuesta de país bananero: 14 casos documentados no probaban que las violaciones a derechos humanos privaran en el país, y acusó al experto de falta de ética.
Como dicen los cubanos, lo malo de una cosa mala es que se puede poner peor: en esta ocasión la respuesta del gobierno federal fue más lamentable: argumentó que no podía recibir a Méndez porque lo impedía la agenda programada de visitas de otros expertos.
La negativa no es una decisión aislada; forma parte de una serie de acciones que se entrelazan como un rompecabezas de la intolerancia.
A la campaña de persecución contra el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes que derrumbó la verdad histórica sobre la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, se sumó una investigación de la PGR contra Emilio Álvarez Icaza por presunto fraude a la Federación por 2 millones de dólares.
La denuncia que detonó la investigación cita que Álvarez Icaza, secretario ejecutivo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, firmó un acuerdo de asistencia técnica en la investigación de la desaparición forzada de los normalistas, lo que significó la incorporación de los expertos del GIEI, “tres de ellos deshonestos” y cuyo trabajo no ha ha permitido localizar a los estudiantes.
Como ha ocurrido antes, se trata de intentos de descalificación personal a los miembros del GIEI, con trillados estigmas utilizados contra los defensores de derechos humanos ante la imposibilidad de descalificar un informe que barrió con la verdad histórica incluso en los medios y periodistas más afines al gobierno.
El gobierno federal debería reconsiderar su negativa a la visita de Méndez y cesar la persecución del GIEI.
La diferencia entre 1976 y 2016 es que a este gobierno no parecen importarle los equilibrios ni estar dispuesto a soportar críticas y escrutinios.
La apertura no parece mover a un gobierno que no se toca el corazón para actuar con intolerancia, intimidación y revanchismo.