La ciudad de México cambia vertiginosamente, los edificios, las calles, todo se modifica aquí sin darnos tiempo para acostumbrarnos. Sin embargo, hay tradiciones que permanecen a través de los años y las generaciones. Una de ellas son los paseos en trajinera por el lago de Xochimilco. Uno de mis amigos tiene la costumbre de celebrar ahí todos sus cumpleaños y el domingo pasado tuvo lugar el evento. Todos llevamos comida y bebida para compartir. Subir a una barca cada doce meses con hieleras y cajas de comida en mano ofrece la oportunidad de ver cómo ha aumentado o disminuido nuestra agilidad física. Otra cosa notoria es cómo, año tras año, se modifica el número de los tripulantes. Algunas parejas siguen incólumnes, otras estallaron hace tiempo, y los amigos separados acaban siempre por incorporar a un nuevo miembro de la tripulación, que a veces permanece y otras hace solamente uno o dos viajes. Están por supuesto los solteros empedernidos y aquellos que, aunque nunca están solteros constituyen la tribu de los Incas (no por su etnia sino por incasables). También es notorio el incremento de niños a bordo y, a pesar de que sigue habiendo bebés recién nacidos, los mayores se acercan vertiginosamente a la adolescencia.
Aunque abordo todos nos vemos iguales, las diferencias internas se notan durante las paradas estratégicas que hacemos en los jardines xochimilcas. Mientras los niños aprovechan para correr y sus padres los persiguen para convencerlos de ir al baño, otros encienden un porro discretamente. Luego volvemos a la trajinera y todo sigue su curso apacible como las aguas de la laguna. Las conversaciones son las mismas de siempre: el trabajo, la política, las anécdotas de la adolescencia compartida y las noticias de aquellos que hoy no nos acompañan. Sin embargo han surgido también algunos temas antes impensables: el cuidado de los hijos, el divorcio, los problemas de salud, la muerte de los padres.
De repente, a pocos metros de distancia, aparece una comitiva tan grande como la nuestra, aunque visiblemente más alcoholizada. Tampoco llevan niños y tienen unos veinte años menos que nosotros. Nos saludamos jovialmente. La novia del Oso se levanta de su silla y les grita: “Como nos ven nos vimos. Como nos vemos se verán.” Yo pienso: “y en menos de lo que se imaginan”. Los niñatos se parten de la risa. La tarde sigue su carrera imparable hacia la noche. Llegamos al fin del viaje. Los niños están cansados y piden irse a casa. Los solteros empiezan a planear la siguiente fiesta. En el puerto, encontramos gente que baila cumbia y la infalible “quebradita”. Hay cosas que no cambian nunca. Una pareja de adolescentes se pelea a los gritos y otra vomita junto al agua. Los miramos con incredulidad y condescendencia, asombrados de haber sido como ellos alguna vez.