Miguel Ángel Mancera ha cambiado ligeramente su actuación pública. Es difícil notarlo en medio de tanto revuelo provocado por las ejecuciones del ejército en Tlatlaya, la desaparición del los estudiantes de Ayotzinapa y los escándalos provocados por la revelación de las costosísimas casas de la esposa del presidente y su Secretario de Hacienda financiadas por la constructora Higa.
A diferencia de Peña, Mancera ha hecho cambios en su gabinete que responden a ciertas crisis. Por ejemplo, removió a Lucía García Noriega, secretaria de cultura, por el poeta Eduardo Vázquez, con una visión más contemporánea del quehacer cultural. Salió Simón Neuman, su cuestionado secretario de desarrollo urbano y vivienda, un constructor con un evidente conflicto de intereses y, recientemente, se fue el secretario de seguridad pública, luego de su actuación durante las marchas de noviembre y diciembre.
Mucho más significativo que estos cambios, me parece, fue su propuesta de aumentar el salario mínimo, lo que desató una intensa discusión en materia de política social. En el tema de la reforma política del Distrito Federal, Mancera se ha ido a sentar con los legisladores a discutir sus aspectos sustanciales y no parece que pueda o trate de negociar en lo oscuro, como lo hace el PRI.
Mancera ha reconocido que en el Ajusco hay un problema de seguridad y ha pedido ayuda a la policía federal; se ha comprometido con un sistema de transparencia y rendición de cuentas, además de remover a su gente de comunicación social, un operador a la vieja usanza, y contratar a Óscar Kaufmann, que parece más profesional.
A muchos nos gustaría que diera un paso adelante. Cárdenas, López Obrador y Ebrard, no sólo ocupaban la jefatura de gobierno, sino que desempeñaban un papel importante como contrapeso nacional y le dieron una narrativa política a esta ciudad. Mancera llegó a su puesto cubierto por esta aura, pero no supo entender el sentido de su elección, se dejó llevar por los vientos del Pacto por México, se mostró como un político sin ideas y su popularidad cayó en picada.
En estos días, cuando parece que la única oposición es Carmen Aristegui, se extraña más que nunca una figura de contrapeso. Jesús Silva-Herzog escribía el otro día en su columna la importancia de una oposición, ausente por ahora en la esfera pública.
¿Podría Mancera llenar ese vacío? Creo que está en al posición de hacerlo, pero a pesar de ciertas señales de cambio, no se creo que él quiera encabezar algo así. (Aunque le convendría).