“Soy del país que nació a medianoche. Cuando estuve a punto de morir era poco más del mediodía”. Así comienza el diario de Malala Yousafzai, la joven que a los 14 años comenzó una campaña en su natal Pakistán para que todas las niñas tuvieran acceso a la educación.
Su padre fundó una escuela en su juventud y Malala desde pequeña descubrió que la educación era un privilegio, un derecho, una herramienta para entender el mundo. A los diez años tenía claro que sus amigas de la escuela para niñas tendrían un futuro diferente con educación; la mayoría quería ser médica o profesora. En un país donde la educación para las niñas es mal vista por el poder emancipador que conlleva aprender a descifrar el mundo y sus misterios, ellas desde pequeñas sabían que cada día habrían de defender su derecho a la libertad, a la educación y a la igualdad.
Malala vivió durante un año con amenazas de muerte de parte de los terroristas talibanes, quienes la consideraban un peligro para el país por ser una niña defensora del derecho a la educación y a la libertad. Todo estaba en su contra, era pequeña, pertenecía al género femenino, es valiente y no estaba dispuesta a abandonar la escuela para ocultarse bajo un velo oscuro esperando a un marido a quien atender como una sierva fiel. Una y otra vez escribe en su diario que estaba convencida que los talibanes no serían capaces de dispararle a una niña. Pero lo hicieron.
“Me dispararon un martes a la hora de comer. El jueves por la mañana mi padre estaba tan convencido de que iba a morir que le dijo a mi tío que prepararan los funerales”. Contra todo pronóstico no solamente sobrevivió un disparo a quemarropa en la cabeza, un coma inducido y una infección generalizada; cuando volvió en sí se dedicó a leer, a escribir, y recuperó todos sus sentidos de forma casi milagrosa. Esta chica recibió el premio Nobel a los 16 años y se convirtió en un símbolo global de la protesta pacífica por el acceso a la igualdad y a la educación. Recientemente publicó su diario Yo soy Malala (Alianza Editorial), un documento inspirador que nos recuerda lo que constantemente olvidamos en México: la voz de las niñas debe ser tomada en cuenta por la sociedad.
El 44.2 % de la población total mexicana está conformado por niñas, niños y adolescentes sumidos en la pobreza, cuyos derechos básicos a la alimentación, la educación y la salud no están cubiertos y de seguir con las mismas políticas económicas y sociales, se convertirán en la población adulta con menor acceso a la educación. En los índices de Desarrollo Humano, las niñas, niños y jóvenes del Distrito Federal y de Nuevo León tienen el bienestar parecido al de sus pares en Argentina, en cambio Chiapas y Oaxaca son más similares a Siria o Nigeria, los países con mayor desigualdad, pobreza y falta de escuelas para la población menor de 18 años.
México tiene sus Malalas en Chiapas, en Oaxaca, en la zona maya de Quintana Roo y Yucatán. Miles de niñas que se rehúsan a ser esclavas del sexismo que las considera sirvientes de la familia, que las entrega como esclavas domésticas. Para ellas el enemigo no es un terrorista radical, es mucho peor: es una masa difusa de machismo y racismo internalizado y normalizado en la sociedad, en los gobernadores que jamás les miran ni les escuchan ni las toman en cuenta. El país, como el mundo, está lleno de niñas valientes con sueños de cultura y libertad. Malala es un ejemplo, ella nos llama a escuchar y acompañar a las niñas, asegurar su educación y sus libertades desde donde estemos, y con lo recursos personales con que contemos hemos de estar con ellas, porque educar a una niña es reeducar al mundo.