En su libro Los migrantes que no importan el periodista salvadoreño Óscar Martínez se pregunta: si niños y niñas, hombres y mujeres están dispuestos no sólo a arriesgar sus vidas, sino a hacerlo con la conciencia de que la pueden perder tras haber sido torturados, humillados o violados en la búsqueda de llegar a territorio estadounidense, cómo será la realidad de donde provienen.
La película La jaula de oro del director español Diego Quemada-Diez (que próximamente llegará a las salas comerciales) lleva al espectador a través de un periplo tan hermoso y conmovedor, como terrible y angustiante de dos niños (uno de ellos un chamaco indígena que no habla español) y una niña (que realiza todo el trayecto disfrazada de hombre) a través de los territorios montañosos y agrestes de nuestro país que conducen a los migrantes de Centroamérica hacia el sueño americano. ¿Cuál es exactamente ese sueño americano hoy en día? Una indigna vida de esclavitud que al parecer sigue representando una mejor opción de vida para millones de personas.
La película tiene una atmósfera paciente, oxigenada y una fotografía hermosa y sutil que ligan al espectador a los protagonistas de manera íntima desde las primeras escenas. Los niños se ven desde muy temprano obligados a tomar decisiones de adultos. La inocencia, la autocompasión y la duda tienen que quedarse en casa. A pesar de que en última instancia cada quien responde sólo por su propia vida, los vínculos humanos, las pequeñas tribus que se conforman tratando de defenderse de los diversos meteoros que los amenazan (policías, narcotraficantes, traficantes de personas, el frío, el hambre, el sueño, etcétera) son esenciales para que algunos logren el objetivo de alcanzar la tierra de las oportunidades y los hombres libres (apelativos que los norteamericanos se autoconfieren en su himno nacional).
Hoy es un hecho incontrovertible que México es uno de los países más peligrosos en el mundo para los periodistas que cubren la violencia. En las artes (novelas, exposiciones, películas) ha recaído parte de la responsabilidad de documentar lo que sucede en nuestro territorio y darlo a conocer. Sin embargo esta película tiene una dimensión adicional a la denuncia que la eleva precisamente a la categoría de obra de arte: mira el problema desde un sitio distinto. No solamente exhibe la total ausencia de un estado de derecho en casi todo el territorio nacional, sino que presenta el dilema al que se enfrentan los que deciden realizar este trayecto: elegir entre una vida de pobreza y marginación o enfrentar la posibilidad de exterminio ante la promesa de una vida desarraigada, rayana en la explotación, pero que permita ganar un poco más de dinero.
La pregunta que deberían hacerse los gobiernos involucrados no es cómo hacer para garantizar que éstas personas puedan llegar a salvo a donde pretenden, sino como pueden transformar sus entornos para que no pretendan llegar ahí.
(DIEGO RABASA / @drabasa)